Revoluciones pasivas en América Latina. Una aproximación gramsciana a la caracterización de los gobiernos progresistas de inicio de siglo

¿Tiene un significado “actual” la concepción de revolución pasiva? ¿Estamos ante un periodo de “restauración-revolución” que se ha de establecer permanentemente, organizar ideológicamente, exaltar líricamente?

Antonio Gramsci

En este ensayo pretendo esbozar una línea de interpretación de los gobiernos progresistas latinoamericanos de inicio de siglo a partir del concepto gramsciano de revolución pasiva y de sus correlatos de cesarismo progresivo y transformismo.

El concepto de revolución pasiva avanzado por Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel ha sido objeto de diversos estudios específicos que sopesan y resaltan el valor y el alcance del concepto al interior del andamiaje conceptual gramsciano y su aplicación concreta a la historia del Risorgimento italiano, mucho menos han sido analizados los conceptos de cesarismo progresivo y transformismo, probablemente por ser menos recurrentes a lo largo de los Cuadernos, por tener un peso teórico menor y por ser, como lo argumentaremos más adelante, subsidiarios respecto al primero. Asumiendo las aportaciones de estos estudios, pero manteniéndome relativamente al margen del debate gramsciológico entre las diversas interpretaciones, me interesa ver en qué medida es posible sintetizar –a partir de las notas de los Cuadernos en las cuales aparece– los elementos constitutivos de la categoría de revolución pasiva en vista de la delimitación de un concepto operativo de alcance general –un criterio de interpretación histórica– suficientemente preciso y elástico para ser susceptible de ser aplicado a procesos históricos actuales, en particular los latinoamericanos.

En esta dirección, partiremos de la textualidad del surgimiento y de la forja del concepto en la obra de Gramsci para movernos hacia una construcción categorial de mayor amplitud y esbozar un breve ejercicio de aplicación analítico-interpretativa relacionado con el debate sobre la caracterización de los gobiernos progresistas surgidos en la última década en Latinoamérica.

I

La posibilidad de la aplicación de estos conceptos a diversas realidades histórica se sostiene en la medida en que refleja la ampliación progresiva del uso de la noción que traza el propio Gramsci a lo largo de los Cuadernos.

En efecto la idea de revolución pasiva –prestada de la obra del historiador Vincenzo Cuoco– es rastreada y usada por Gramsci en primera instancia para formular una lectura crítica de un pasaje fundamental de la historia italiana: el Risorgimento. Posteriormente Gramsci la utilizará como clave de lectura de toda la época de “reacción-superación” de la Revolución Francesa, es decir de reacción conservadora en clave anti-jacobina y anti-napoleónica. La historia de Europa del siglo XIX le aparecerá entonces como una época de revolución pasiva. Finalmente –y no casualmente ya que es obvia la analogía que lo inspira– esta extensión del concepto se vierte en la época de Gramsci y la idea de revolución pasiva será aplicada al fascismo, al New deal y al americanismo para identificarlos como reacciones a la oleada revolucionaria desencadenada por el octubre bolchevique, cuando en dos lugares lejanos con regímenes tan diferentes se dan un mismo empuje modernizador –vía el corporativismo y el industrialismo fordista– centrado en el pasaje a una racionalización de la economía y la sociedad. En este traslado a otra época el concepto alcanza un nivel, al decir del propio autor, de canon o criterio de interpretación general. En este sentido, asumiendo la intención explícita de Gramsci de forjar un concepto teórico, partimos del potencial generalizador del concepto, de su posible ampliación histórica y teórica ya ensayada por el mismo autor.

Sostiene Frosini que Gramsci sigue el hilo rojo de la pasividad de las clases subalternas hacia un forma nueva en la época de la movilización y politización total, es decir la época posterior a la Primera Guerra Mundial, en particular le interesa la contradicción entre la activación de las masas y su reconducción a la pasividad en el Estado totalitario, algo totalmente nuevo en los años treinta. ¿Hay otro salto epocal entre la formas de pasivización desde los años de Gramsci a los nuestros, desde su perspectiva euro-americana y latinoamericana? Sin duda, no obstante, como trataremos de argumentar, nuevas modalidades de pasivización y despolitización pueden ser leídas a la luz de una clave de lectura general y abarcadora como es la de revolución pasiva.

Veamos, después de haber señalado y apostado a su elasticidad analítica e interpretativa, cuáles son sus coordenadas constitutivas tales y como fueron apareciendo en los Cuadernos.

La primera vez que la expresión “revolución pasiva” aparece es como sinónimo de “revolución sin revolución” lo cual define de entrada, con toda claridad, el punto de ambigüedad y contradicción que constituye el meollo del concepto y de su alcance descriptivo-analítico. En efecto, la noción de revolución pasiva busca dar cuenta de una combinación –desigual y dialéctica– de dos tensiones, tendencias o momentos: restauración y renovación, preservación y transformación o, como señala el propio Gramsci, “conservación-innovación”. Es importante reconocer dos niveles de lectura: en el primero se reconoce la coexistencia o simultaneidad de ambas tendencias, lo cual no excluye que, en un segundo nivel, pueda distinguirse una que se vuelve determinante y caracteriza el proceso o “ciclo”. Lo que Gramsci acaba nombrando como revolución pasiva remite a un fenómeno histórico relativamente frecuente y característico de una época que se presta para ser clave de lectura de otra época en la cual los factores parecen engarzarse de forma similar.

En un pasaje crucial de los Cuadernos escribe Gramsci:

Tanto la “revolución-restauración” de Quinet como la “revolución pasiva” de Cuoco expresarán el hecho histórico de la falta de iniciativa popular en el desarrollo de la historia italiana, y el hecho de que el progreso tendría lugar como reacción de las clases dominantes al subversivismo esporádico e inorgánico de la masas populares como “restauraciones” que acogen cierta parte de las exigencias populares, o sea “restauraciones progresistas” o “revoluciones-restauraciones” o también “revoluciones pasivas”.

Aquí las equivalencias pueden ser leídas, más que como sinónimos, como importantes matices de distinción en la medida en que introducen otro concepto antitético al de revolución como es el de restauración y otro criterio diferenciador como es el de progresividad que volveremos a encontrar cuando Gramsci trata de definir la idea de cesarismo. En todo caso, más allá de esta aproximación por sinónimos, Gramsci se queda con la fórmula de revolución pasiva porque, suponemos, lo convence en la medida en que expresa con mayor claridad el sentido de lo que quiere señalar. Escoge revolución como substantivo –con toda la carga polémica que implica esta elección y asumiendo una versión amplia o no político-ideológica del concepto– y pasiva como adjetivo para distinguir claramente esta específica modalidad de revolución, no caracterizada por un movimiento subversivo de las clases subalternas sino como conjunto de transformaciones objetivas que marcan una discontinuidad significativa y una estrategia de cambio orientada a garantizar la estabilidad de las relaciones fundamentales de dominación. Por ello insistiremos en que el aspecto más sobresaliente y contundente de la definición es el de la elección del criterio de la pasividad.

La caracterización del substantivo revolución se refiere en efecto al contenido y el alcance de la transformación como se infiere de la fórmula “revolución sin revolución” que Gramsci asume como equivalente a la de revolución pasiva: transformación revolucionaria sin irrupción revolucionaria, sin revolución social. El quid del contenido revolucionario o restaurador de las revoluciones pasivas remite substancialmente a la combinación de dosis de renovación y de conservación y da cuenta de la pendiente más estructural de la fórmula y de la caracterización de los fenómenos históricos: los contenidos de clase de las políticas emprendidas por las clases dominantes. ¿En qué medida reproducen o restauran el orden existente o lo modifican para preservarlo? ¿En qué medida “acogen cierta parte de las exigencias populares”? ¿Cuánta y qué parte? Las variaciones posibles son variadas pero acotadas por dos puntos límites: la revolución pasiva no es una revolución radical –al estilo jacobino o bolchevique– y la restauración progresiva no es una restauración total, un restablecimiento pleno del estatus quo ante. Escribe Gramsci:

se trata de ver si en la dialéctica “revolución-restauración” es el elemento revolución o el restauración el que prevalece, porque es cierto que en el movimiento histórico no se vuelve nunca atrás y no existen restauraciones in toto.

Por otra parte, en relación con su dinámica, la modernización conservadora implícita en toda revolución pasiva, señala Gramsci, es conducida desde arriba. El arriba remite tanto al nivel de la iniciativa de las clases dominantes como a la cúpula estatal, ya que el lugar o el momento estatal aparece crucial a nivel estratégico para compensar la debilidad relativa de las clases dominantes las cuales recurren, por lo tanto, a una serie de medidas “defensivas” que incluyen coerción y consenso. Se podría argumentar, siguiendo a Gramsci en sus ejemplos y en particular en relación con el fascismo, más coerción que consenso, más dictadura que hegemonía. No obstante, es evidente que si Gramsci está forjando un concepto original y textualmente lo compone de los términos de revolución y de pasividad tenemos que deducir que no quiso destacar ningún rasgo dictatorial ni particularmente coercitivo en tanto tienden a reconocer o destacar la legitimidad y la inevitabilidad del proceso. Más bien parece apuntar hacia la constitución de una forma de dominación basada en la capacidad de promover reformas conservadoras maquilladas de transformaciones “revolucionarias” y de promover un consenso pasivo de las clases dominadas.

Aunque el concepto de revolución pasiva remite al ámbito superestructural es evidente que, más allá de la dimensión socio-política, en la ejemplificación por medio del caso del fascismo y del americanismo es clara la referencia a una consolidación capitalista por medio de la intervención estatal en la vida económica en función anti-cíclica. En este sentido cabe toda la extensión bicéfala de la expresión “formas de gobierno de las masas y gobierno de economía” usada por Gramsci para referirse al estatalismo propio de una época de revolución pasiva –un Estado ampliado que incluye a la sociedad civil y pretende controlar las relaciones de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la planificación–, lo cual, dicho sea de paso, alude también a problemáticas propias de la URSS de aquello años.

Escribe Pasquale Voza:

En el tiempo de la revolución pasiva la concepción del Estado ampliado, vinculada con los procesos inéditos de difusión de la hegemonía no comporta la puesta en mora o la disminución de la concepción del Estado “según la función productiva de las clases sociales”, sino significa una complejización radical de la relación entre política y economía, una intensificación molecular de una primacía de la política entendida como poder de producción y de gobierno de los procesos de pasivización, estandardización y fragmentación”.

Pero, además de la cuestión del contenido ambiguo y contradictorio del proceso en el plano de la base estructural y de la identificación del Estado como el ámbito superestructural por medio del que se impulsa el proceso, en el concepto gramsciano está clara y principalmente colocado el tema de la forma revolucionaria, es decir el problema de la subjetividad como actor, de la subversión como acto y de la subordinación-insubordinación de las clases subalternas en el proceso histórico en términos de procesos de subjetivación, movilización y acción política. A esto apunta la idea de pasividad o subordinación de las clases subalternas y su contraparte, la iniciativa de las clases dominantes y su capacidad de reformar las estructuras y las relaciones de dominación para apuntalar la continuidad de un orden jerárquico.

En el Cuaderno 15 Gramsci pone en relación el concepto de revolución pasiva con el de guerra de posiciones hasta sugerir una eventual “identificación” –lo cual nos lleva a pensarla como una forma específica de hegemonía– y dice que:

Se puede aplicar al concepto de revolución pasiva (y se puede documentar en el Risorgimento) el criterio interpretativo de la modificaciones moleculares que en realidad modifican progresivamente la composición precedente de las fuerzas y por lo tanto se vuelven matrices de nuevas modificaciones.

En este sentido, toda revolución pasiva es la expresión histórica de determinadas correlaciones de fuerza y, al mismo tiempo, un factor de modificación de las mismas. Por ello, en relación con su génesis, Gramsci anota que se trata de reacciones de las clases dominantes al “subversivismo esporádico, elemental e inorgánico de las masas populares” que “acogen cierta parte de las exigencias populares”. En el inicio del proceso está entonces una acción desde abajo –aunque sea, esporádica, elemental, inorgánica y no “unitaria”– la derrota de un intento revolucionario o, en un sentido más preciso, de un acto fallido, de la incapacidad de las clases subalternas de impulsar o sostener un proyecto revolucionario (jacobino o típico o desde abajo según los acentos que encontramos en distintos pasajes de los Cuadernos) pero capaces de esbozar o amagar un movimiento que resulta amenazante o que aparentemente pone en discusión el orden jerárquico. En efecto, si bien el empuje desde abajo no es suficiente para una ruptura revolucionaria sin embargo alcanza a imponer –por vía indirecta– ciertos cambios en la medida en que algunas de las demandas son incorporadas y satisfechas desde arriba.

Este precario equilibrio de fuerzas se manifiesta en fórmulas de compromiso de diverso tipo. Escribe Gramsci tratando de generalizar:

Del tipo Dreyfus encontramos otros movimientos histórico-políticos modernos, que ciertamente no son revoluciones, pero que no son completamente reacciones, al menos en el sentido de que también en el campo dominante rompen cristalizaciones estatales sofocantes e introducen en la vida del Estado y en las actividades sociales un personal distinto y más numeroso que el anterior: también estos movimientos pueden tener un contenido relativamente “progresivo” en cuanto indican que en la vieja sociedad eran latentes fuerzas operosas que los viejos dirigente no supieron aprovechar, aunque sea “fuerzas marginales”, pero no absolutamente progresivas, en cuanto no pueden “hacer época”. Se hacen históricamente eficientes por la debilidad constructiva del adversario, no por una íntima fuerza propia, y entonces están ligadas a una situación determinada de equilibrio de la fuerzas en lucha, ambas incapaces en su propio campo de exprimir una voluntad reconstructiva por sí mismas.

La revolución pasiva es en todo caso un movimiento de “reacción” desde arriba, lo cual implica –subordina y subsume– la existencia de una “acción” previa sin que esto necesariamente desemboque en la simplificación dicotómica revolución-contrarrevolución, siendo los dos polos planteados por Gramsci mucho más matizados y relacionado dialécticamente. Sin embargo, Gramsci pensaba en la revolución pasiva desde el paradigma de la revolución activa o de una “anti-revolución pasiva”, así como –agregaría– pensaba la guerra de posiciones de cara a la hipótesis de la guerra de movimiento y la revolución permanente, así que lo que no hay que perder de vista que la concepción, escribe Gramsci:

sigue siendo dialéctica, es decir presupone, mejor dicho postula como necesaria, una antítesis vigorosa” [para evitar] “peligros de derrotismo histórico, o sea de indiferentismo, porque el planteamiento general del problema puede hacer creer en un fatalismo.

Regresando a nuestro argumento principal, abonan a la conceptualización de la pasividad como elemento definitivo del criterio de interpretación revolución pasiva, los conceptos correlatos y subsidiarios de transformismo y de cesarismo que Gramsci aborda como dispositivos posibles y recurrentes de las revoluciones pasivas concretas e históricamente identificables. La categoría de revolución pasiva parece en efecto de orden general e incluye mecanismos más particulares o específicos como el transformismo –”una de las formas históricas” de la revolución pasiva – y el cesarismo.

En el haz de relaciones posibles entre fuerzas antagonistas aparecen hipótesis del “empate catastrófico” como situación típica de surgimiento del cesarismo como una modalidad específica de la revolución pasiva. El cesarismo es un concepto que Gramsci utiliza como sinónimo de bonapartismo y por medio del cual, aún sin distinguirlo nominalmente del primero, amplía de hecho su acepción corriente al introducir una posible lectura positiva del fenómeno por medio de la distinción explícita entre modalidades progresivas y regresivas. Gramsci asume –siguiendo a Marx– que frente a un “empate catastrófico” el cesarismo ofrece una “solución arbitral” ligada a una “gran personalidad heroica” pero sugiere que esta salida transitoria no “tiene siempre el mismo sentido histórico”. Otro elemento significativo de esta definición en relación con el criterio de la pasividad y que evoca indirectamente el carácter “esporádico e inorgánico” de las luchas populares, es que Gramsci señala agudamente que el equilibrio catastrófico puede ser el resultado de las divisiones al interior de la clase dominante o a deficiencias simplemente “momentáneas” y no siempre “orgánicas” que producen una crisis de la dominación y no de una maduración o fortalecimiento de las clases subalternas. Al mismo tiempo señala que el equilibrio catastrófico de donde emerge el cesarismo es siempre precario y no duradero en la medida en que los contrastes de clase afloran inexorablemente. En función de este desenlace, el factor de distinción entre cesarismos progresivos y regresivos remite a la “ayuda” que proporcionarían en cada caso al triunfo posterior de una fuerza regresiva o progresiva, pero siempre con “compromisos y atemperamientos limitativos de la victoria”: César y Napoleón vs Napoleón III y Bismarck. Otro elemento significativo es que Gramsci asume que en la era de las organizaciones de masas (partidos y sindicatos) puede haber “solución cesarista” sin César –sin personalidad heroica– sino por medio de organizaciones de masas o vía parlamentaria o vía coaliciones y que más que militar el cesarismo tiende a ser policiaco, entendiendo por policía algo más que la represión, sino un conjunto de mecanismos de control social y político. Sin embargo, al margen de estas posibilidades, la noción de cesarismo progresivo resulta más eficaz en su alcance descriptivo y analítico en tanto alude directamente a la emergencia y centralidad de una figura carismática que cumple una función política específica en un contexto de empate catastrófico y, en particular, desde la óptica que nos interesa destacar, impulsa y viabiliza una revolución pasiva operando como factor de equilibrio entre clases y entre tendencias conservadoras y renovadoras y de pasivización, en particular canalizando las demandas populares y asumiendo –por delegación– la representación formal de los intereses de las clases subalternas.

Junto al de cesarismo progresista, otro concepto gramsciano viene a complementar el andamiaje teórico de la noción de revolución pasiva. Por medio del neologismo de transformismo Gramsci designa un proceso de deslizamiento molecular que lleva al fortalecimiento del campo de las clases dominantes a través de un paulatino drenaje (absorción) por medio de la cooptación de fuerzas del campo de las clases subalternas o, si se quiere, viceversa, un debilitamiento del campo subalterno por medio del abandono o traición de sectores que transforman de manera oportuna sus convicciones políticas y cambian de bando. Veamos el pasaje más significativo a este respecto de los Cuadernos:

Puede incluso decirse que toda la vida estatal desde 1848 en adelante está caracterizada por el transformismo, o sea por la elaboración de clase dirigente cada vez más numerosa en los cuadros establecidos por los moderados después de 1848 y la caída de las utopías neo güelfas y federalistas, con la absorción gradual, pero continua y obtenida con métodos diversos en su eficacia, de los elementos activos surgidos de los grupos aliados e incluso de los adversarios y que parecían irreconciliablemente enemigos. En este sentido la dirección política se volvió un aspecto de la función de dominio, en cuanto que la absorción de las élites de los grupos enemigos conduce a la decapitación de éstos y a su aniquilamiento por un periodo a menudo muy largo. De la política de los moderados resulta claro que puede y debe haber una actividad hegemónica incluso antes de la llegada al poder y que no hay que contar sólo con la fuerza material que el poder da para ejercer una dirección eficaz: precisamente la brillante solución de estos problemas hizo posible el Risorgimento en las formas y los límites en el cual se efectuó, sin “Terror”, como “revolución sin revolución” o sea como “revolución pasiva” para emplear una expresión de Cuoco en un sentido un poco distinto del que Cuoco quiere decir”.

El transformismo aparece entonces como un dispositivo vinculado a la revolución pasiva en la medida en que modifica la correlación de fuerzas en forma molecular en función de drenar –por medio de la cooptación– fuerzas y poder hacia un proyecto de dominación en aras de garantizar la pasividad y de promover la desmovilización de las clases subalternas.

Estrechamente ligados entre sí, revolución pasiva, cesarismo y transformismo forman un entramado conceptual útil y sugerente para interpretar fenómenos y procesos históricos, en particular aquellos que se presentan en forma discordante y contradictoria.

II

Aunque en buena medida las referencias anteriores hablan por sí mismas y sin la pretensión de agotar aquí un ejercicio que requeriría un desarrollo extenso y minucioso para evitar el riesgo de encasillar teóricamente a realidades históricas rebosantes de especificidades, pretendo dejar abierta en las páginas siguientes una veta de análisis al postular que las experiencias de los gobiernos progresistas latinoamericanos de la década pueden ser leídas como revoluciones pasivas y, de la mano, a la luz de los conceptos complementarios de cesarismo progresivo y transformismo. Inclusive se podría sostener que, metodológicamente, el establecimiento de un patrón general sería una condición para el reconocimiento de las particularidades. En este sentido las categorías que proponemos avanzan algunos pasos en términos analíticos respecto de la fórmula “gobiernos progresistas” que convencionalmente ha sido adoptada y está siendo utilizada.

En efecto si bien puede resultar imprudente un ejercicio interpretativo que tienda a asimilar procesos distintos como los de los gobiernos encabezados por Lula-Dilma, Hugo Chávez, Tabaré Vázquez-Pepe Mujica, Evo Morales, Rafael Correa, Néstor-Cristina Kirchner, Daniel Ortega, Mauricio Funes, Francisco Lugo y Ollanta Humala –que incluya a la gran mayoría de los países de América del Sur– existen varios argumentos relevantes que apuntan hacia la posibilidad y la necesidad de pensarlos transversalmente para reconocer elementos en común y diferencias. Justamente el debate sobre la actualidad latinoamericana se orientó hacia la caracterización de estos gobiernos como un desafío interpretativo central y existen siempre más ejercicios analíticos e investigaciones que apuntan en esta dirección. Mientras la vertiente más político-ideológica del debate se ha dislocado en torno a algunas posturas que podemos definir típicas: apoyo, apoyo crítico, oposición de derecha, oposición de izquierda, en el terreno analítico el problema teórico mayor parece ser el de sintetizar las contradicciones y las ambigüedades que marcan estas experiencias políticas. En este sentido, los conceptos gramscianos, por su carácter dialéctico, parecen ofrecer una articulación posible al dar cuenta de los contrastes y las tensiones internas a los procesos, sin que esto excluya la posibilidad de una toma de partido o una postura político-ideológica. Al mismo tiempo, y como contrapunto en el terreno teórico-metodológico, la “prueba” del alcance interpretativo de los conceptos puede relevarse en la posibilidad de esta generalización. Dicho de otra manera, si el conjunto de estos fenómenos puede ser leído en clave de revolución pasiva-cesarismo progresivo-transformismo esto abonaría a favor de la capacidad explicativa de estas categorías y de sus conexiones.

Así que, en este nivel de generalidad, a modo de marco hipotético abierto que evite caer en esquematismos que subordinan la realidad a la teoría, quiero simplemente esbozar algunas ideas preliminares que podemos resumir así:

1.- Las transformaciones ocurridas en la década a partir del impulso de los gobiernos progresistas latinoamericanos pueden ser denominadas revoluciones –asumiendo la acepción amplia y centrada exclusivamente en los contenidos mencionada en el apartado anterior– en tanto promovieron cambios significativos en sentido antineoliberal y posneoliberal que pueden visualizarse en un rango de oscilación, según los casos, entre reformas profundas y substanciales y un “conservadurismo reformista moderado” –usando una expresión de Gramsci. Brasil podría representar un punto de referencia del conservadurismo y Venezuela uno de reformismo fuerte con alcances estructurales.

2.- Al mismo tiempo, impulsada inicialmente por la activación antagonista de las movilizaciones populares pero posteriormente a contrapelo de ésta y en razón de sus limitaciones, la conducción y realización del proceso fue sostenida desde arriba, –aun cuando incorporó ciertas demandas formuladas desde abajo. A nivel clasista, desde la altura del gobierno, las fuerzas políticas progresistas reconfiguraron sus alianzas incorporando sectores de las clases dominantes, tanto en términos de intereses y de orientación de las políticas públicas, como por la sobreposición de nuevas capas burocráticas a las anteriores. Por otra parte, en términos de dinámica y de procedimiento político, los cambios y las reformas fueron impulsadas estrictamente desde arriba, por medio del Estado, el gobierno y, en particular, el poder presidencial, haciendo uso de la institucionalidad y la legalidad como único resorte e instrumento de iniciativa política.

3.- En particular, las fuerzas políticas instaladas en este peldaño gubernamental promovieron, fomentaron o aprovecharon una desmovilización o pasivización más o menos pronunciada de los movimientos populares y ejercieron un eficaz control social o, si se quiere, una hegemonía sobre las clases subalternas que socavó –parcial pero significativamente– su frágil e incipiente autonomía y su capacidad antagonista, de hecho generando o no contrarrestando una re-subalternización funcional a la estabilidad de un nuevo equilibrio político. De allí que el elemento pasivo se volvió característico, sobresaliente, decisivo y común a la configuración, en el reflujo de una politización antagonista a una despolitización subalterna, de los diversos procesos latinoamericanos.

4.- En el contexto de estas revoluciones pasivas, operaron importantes fenómenos de transformismo en la medida en que elementos, grupos o sectores enteros de los movimientos populares fueron cooptados y absorbidos por fuerzas, alianzas y proyectos conservadores y, en particular, se “mudaron” al terreno de la institucionalidad y de los aparatos estatales para operar o hacer efectivos tanto las políticas públicas orientadas a la redistribución, generalmente de corte asistencialista, como los correspondientes procesos de desmovilización y control social o, eventualmente, de movilización controlada.

5.- La modalidad de revolución pasiva latinoamericana abreva de la tradición caudillista y se presenta bajo la forma de cesarismo progresivo, en la medida en que el equilibrio catastrófico entre neoliberalismo y anti-neoliberalismo se resolvió a través de una síntesis progresiva (es decir tendencialmente anti y pos-neoliberal) en torno a una figura carismática como fiel de la balanza colocado en el centro del proceso. Los gobiernos progresistas giran, en efecto, en torno a la figura de un caudillo popular que garantiza no sólo la proporción entre transformación y conservación sino que, además, viabiliza y asegura su carácter fundamentalmente pasivo y delegativo, aun cuando pueda recurrir de manera esporádica a formas de movilización puntuales y contenidas.

Antes de argumentar de forma breve estas hipótesis, cabe señalar que esta línea de interpretación no está orientada a desconocer la importancia de las transformaciones en curso, ni a descalificar un conjunto de gobiernos –unos más que otros– que están impulsando procesos en buena medida anti-neoliberales y antimperialistas –que bien pueden reflejarse en la ideas de revolución y de progresismo que aparecen en los conceptos que estamos utilizando– sino de reconocer una dimensión fundamental y en efecto profundamente problemática como es la de la pasividad y, peor aún, de la pasivización que acompaña y caracteriza estas experiencias.

La idea de revolución sugerida en la primera hipótesis alude a un pasaje histórico marcado por el agotamiento y la superación (relativa) del neoliberalismo como paradigma político-económico y como modelo dominante en la mayoría de los países latinoamericanos. El debate en curso sobre anti-neoliberalismo, pos-neoliberalismo, neo-desarrollismo, anticapitalismo y socialismo del siglo XXI es sintomático de este proceso general aunque las posiciones, lejos de encontrar un consenso, se ramifican no sólo en relación con las posturas político-ideológicas sino en función de los distintos ámbitos y las diferentes experiencias nacionales. Al mismo tiempo, a la hora de evaluar el alcance del cambio de paradigmas no es lo mismo sopesar y valorar el relance o estancamiento del gasto público y social que reconocer la escasa dinamización del sector productivo interno o la re-primarización en clave exportadora, que por lo demás no opera de la misma manera en relación con diversos productos y distintas economías nacionales y es transversal a toda la región, al margen del color y la orientación de los gobiernos. En relación con la fórmula gramsciana, esta evaluación sobre el alcance de las transformaciones socio-económicas atañe a la dimensión estructural del carácter revolucionario del cambio. Todo sumado, asumiendo en este rubro una postura lo más ecuánime posible, hay que reconocer un giro –aunque sea relativo– respecto al neoliberalismo en cuanto a los énfasis nacionalista y social que se reflejan en un conjunto de medidas soberanistas y redistributivas, mientras que en relación con el relance de la producción industrial, la inserción en el mercado mundial y la persistencia e inclusive reforzamiento de un perfil primario-exportador –y los consiguientes costos ambientales– no se observaron cambio substanciales o dignos de ser apreciados e inclusive hay quienes sostienen la hipótesis de una regresión. Si esto no alcanza para ser pos-neoliberal, anticapitalista y socialista y si este último umbral es viable en el corto plazo es un tema que rebasa el ejercicio analítico que quiero desarrollar. Aún en el rango de oscilación entre reformas estructurales y un “conservadurismo reformista moderado”, los procesos en curso no dejan de marcar un giro significativo que lleva más allá del neoliberalismo tal y como fue implementándose en América Latina y que, asumiendo la fórmula gramsciana, podemos definir revolución en el sentido acotado y restringido ya mencionado.

Por otra parte, en relación con la segunda hipótesis, hay consenso en reconocer que las transformaciones ocurridas pasan por una iniciativa que surge desde arriba y pone en el centro, como motor de las prácticas reformistas y conservadoras, al aparato y la relación estatal. Regresemos a una fórmula de los Cuadernos que –mutatis mutandis– bien podría aplicarse a la realidad latinoamericana:

La hipótesis ideológica podría ser presentada en estos términos: se tendría una revolución pasiva en el hecho de que por la intervención legislativa del Estado y a través de la organización corporativa, en la estructura económica del país serían introducidas modificaciones más o menos profundas para acentuar el elemento “plan de producción”, esto es, sería acentuada la socialización y cooperación de la producción sin por ello tocar (o limitándose sólo regular y controlar) la apropiación individual y de grupo de la ganancia.

Es indiscutible que, con diferente intensidad, los gobiernos progresistas latinoamericanos, a contrapelo del neoliberalismo, volvieron a colocar al Estado –y las políticas públicas que de él emanan– como instrumento central de intervención en lo social y lo económico. Más allá del debate sobre los vicios y/o las virtudes socio-económicas de una apuesta o ilusión neodesarrollista, el estatalismo actualmente en boga en América Latina corresponde al modelo de la revolución pasiva en la medida en que combina eficazmente la capacidad de innovación desde arriba con el control hacia abajo. Esto no implica una condena ideológica de principio del papel del Estado al estilo autonomista sino el simple y llano reconocimiento del papel que está cumpliendo en el contexto de las experiencias de los gobiernos progresistas latinoamericanos. Uno de los cuestionamientos más destacados apunta al uso de las políticas sociales asistencialistas –que responden parcialmente a demandas formuladas desde abajo– a las cuales recurrieron abundantemente todos estos gobiernos y que, por un parte, operan un redistribución de la riqueza –que hay que festejar– mientras, por la otra, no sólo no garantizan a los pobres medios propios y durables para garantizar su bienestar sino que además operan y son operados como poderosos dispositivos clientelares y de construcción de lealtades políticas. Sin embargo me interesa destacar, en la óptica de esta presentación, más que la evaluación de los logros socio-económicos y el carácter de clase de estos procesos, la constatación de los límites socio-políticos, el desfase entre activación movimientista y pasivización gubernamental, y evidenciar la iniciativa desde arriba, desde viejas y nuevas élites, desde el Estado o la sociedad política y la correspondiente o paralela construcción de la pasividad hacia abajo, de las clases subalternas, organizadas y no.

En este sentido, en un manuscrito publicado post-mortem sólo hace un año, José Aricó señalaba claramente las aristas críticas de una vertiente o versión progresista de la revolución pasiva:

La revolución pasiva puede ser ejercida a través de las tendencias autoritarias centralizadoras, caso de un Estado dictatorial, pero, como dice Gramsci no está separada del consenso, de la hegemonía, que es lo que ocurre fundamentalmente en la Unión Soviética. Es decir, o bien se da una restructuración social, una modificación de la propiedad social desde arriba a través de la dictadura que opera sobre el conjunto de las clases que la soportan, o bien este proceso puede ser llevado a cabo por una tendencia corporativa, es decir una tendencia social democratizadora que fragmenta el conjunto de las clases, que las divide a través de una política de reforma que impide la conformación de un bloque histórico capaz de reconstruir la sociedad sobre nuevas bases. De este modo, todo proceso de transición que no está dirigido, conformado y regido por el ejercicio pleno de la democracia como elemento decisivo de la conformación de la hegemonía (democracia que significa el proceso de autogobierno de las masas) adquiere el carácter de una revolución pasiva, de un poder de transformación que se ejerce desde la cúspide contra la voluntad de las masas y que, en última instancia, acaba siempre por cuestionar la posibilidad concreta de constitución del socialismo.

Se puede aplicar esta caracterización a las experiencias populistas o nacional-populares del pasado como a las que circulan en la actualidad latinoamericana. Al mismo tiempo, para no resucitar aquí el viejo y eterno debate sobre el populismo que produjo no pocas posturas sectarias por parte de la izquierda marxista, insisto en el aspecto decisivo de la pasividad, el contrario del “ejercicio pleno de la democracia” que evoca Aricó, sin el cual no hay revolución en el sentido integral de la palabra: transformaciones objetivas impulsadas y acompañadas por transformaciones subjetivas.

Es un hecho que los gobiernos progresistas latinoamericanos surgieron después de oleadas de movilizaciones populares, con mayor o menor cercanía temporal o relación directa. Entre los gobiernos surgidos directamente de crisis políticas (Argentina, Ecuador y Bolivia) y los que nacieron de procesos relativamente ordinarios centrados en elecciones (Uruguay, Brasil, Nicaragua, El Salvador, Perú, Paraguay y también, con algunas salvedades, Venezuela ). Al mismo tiempo, al margen de la rupturas institucionales provocadas por la irrupción de movimientos populares que se dieron en los primero casos, en todos los demás preexiste cierto ciclo de protestas o de oposición al neoliberalismo más o menos intenso pero siempre significativo e influyente en la medida en que trastocó la correlación de fuerzas como resultará reflejado en los posteriores resultados electorales.

En efecto desde mediados en los años noventa, como ha sido ampliamente estudiado y documentado (más en los distintos planos nacionales que a escala latinoamericana), después de años de repliegue defensivo y resistencial, aparecieron en la escena política de la gran mayoría de los países latinoamericanos actores y movimientos populares que rápidamente –no raras veces provocando crisis políticas y destituyendo gobernantes– asumieron un papel protagónico y marcaron una raya antagonista entre el campo de defensa del orden neoliberal y las luchas anti-neoliberales, re-politizando las prácticas de resistencia, modificando la correlación de fuerzas, posicionando demandas y ocupando lugares importantes en la disputa hegemónica en el contexto de la sociedad civil.

Posteriormente, a partir del inicio del siglo y del milenio, sobre la base de esta acumulación de experiencias y de fuerzas, los movimientos pasaron de acciones destituyentes, plasmadas en el ejercicio de acción de lucha y confrontación callejera, que les permitían ejercer un poder de veto, a proyectar su fuerza política en el juego institucional y particularmente electoral, impulsando o sólo apoyando explícita o implícitamente –con distintos niveles de vinculación orgánica– partidos y candidatos progresistas que se proclamaban más o menos radicalmente anti-neoliberales. Resultante de eso, se produjo una oleada de derrotas electorales para los partidarios del neoliberalismo y la correspondiente apertura de uno de los más grandes procesos de recambio relativo de los grupos dirigentes que ha visto la historia latinoamericana – probablemente sólo comparable con el giro anti-oligárquico los años treinta. En la primera década del siglo se contaron tantos gobiernos de tinte progresista como no se veían desde los años treinta y cuarenta.

En la actualidad, salvo los casos de más reciente instalación (El Salvador y Perú), la mayoría de éstos ya cumplió un ciclo temporal relativamente extendido que contempló además de tres procesos constituyentes, varias re-elecciones presidenciales y renovaciones de mandatos de gobernadores y legisladores, e inclusive, en el caso de Argentina, Brasil y Uruguay, el recambio del titular del Ejecutivo con el pasaje de mando de Néstor a Cristina, de Lula a Dilma y de Tabaré Vázquez a Pepe Mujica, lo cual implicó ciertos ajustes y deja abiertas problemáticas propias de los liderazgos carismáticos y de la forma cesarista.

En este terreno, como ya he referido antes, el problema interpretativo puede plantearse a partir de la hipótesis que señala que la presencia y las acciones de los llamados gobiernos progresistas en América Latina aprovechan/propician/promueven una relativa desmovilización y despolitización o, en el mejor de los casos, un movilización y politización controlada y subalterna de los sectores populares y los movimientos y organizaciones sociales. Si en los primeros años, en particular en Venezuela, Ecuador y Bolivia, cuando las derechas buscaron el camino del conflicto social e institucional para desestabilizar a los gobiernos anti-neoliberales, los índices de conflictualidad se mantuvieron relativamente altos pero, desde que esta ofensiva fue frenada y las oposiciones conservadoras o neoliberales volvieron a jugar sus fichas principalmente a nivel electoral –cuando no se adhirieron pragmáticamente o se articularon felizmente en una alianzas con las fuerzas progresistas gubernamentales esperando que llegue el momento de una revancha o que sea más rentable otra opción política–, la disminución cuantitativa de la conflictualidad social ha sido evidente y así lo registran los analistas y puede constatarse en diversos ejercicios de recopilación cuantitativa, mientras que en los últimos dos-tres años parece haber un repunte hacia una nuevo aumento de episodios de protesta. Al mismo tiempo, el proceso de desmovilización y pasivización, más allá de lo cuantitativo, se refleja en un claro pasaje de una politización antagonista a una subalterna, lo cual permite evitar los rasgos más esquemáticos de la antinomia activo-pasivo. En efecto, si bien existen márgenes de acción y movilización de matriz subalterna estos son cualitativamente distintos de los que surgen de procesos caracterizados por rasgos antagonistas y autónomos. Esta brecha cualitativa permite hablar, aún en presencia de formas subalternas de acción, de resistencia y de protesta, de una tendencia general a la desmovilización y la pasivización que registre en forma combina una relativa, variable y oscilante disminución cuantitativa de acontecimientos pero fundamentalmente la despolitización subalterna que la acompaña y la caracteriza.

En cuanto a las causas, entre las evaluaciones críticas que con siempre mayor frecuencia circulan en los países en donde se encuentran los gobiernos progresistas, se suelen enlistar en orden variable algunas de ellas: el contexto de crisis de las instituciones políticas y de los partidos; la instalación de gobiernos y de césares que desahogaron tensiones y demandas que catalizaban las organizaciones y los movimientos sociales en los años anteriores; la cooptación y el ingreso voluntario y entusiasta de dirigentes y militantes de movimientos populares a las instituciones estatales en vista de traducir las demandas en políticas públicas; y la presión y el manejo clientelar de los actores gubernamentales y eventualmente la represión selectiva, entre otras. La hora de los llamados gobiernos progresistas fue, más allá de la evaluación de los saldos en términos de políticas públicas y de un futuro balance histórico, también la hora de la desmovilización y de la despolitización, de la fallida oportunidad de ensayar o de dejar fluir una democracia participativa basada en la organización, la movilización y la politización como vectores de un proceso de fortalecimiento y empoderamiento de las clases populares. Por el contrario, las fuerzas políticas encaramadas en los gobiernos no contrarrestaron, aprovecharon o inclusive impulsaron la tendencia al repliegue corporativo-clientelar de gran parte de las organizaciones y los movimientos que habían protagonizado las etapas anteriores. En esta generalización que pone en evidencia la tendencia más gruesa no hay que perder de vista, en el trasfondo del proceso, que existen tres vertientes de movilización en curso en los países que estamos contemplando: las promovidas desde los gobiernos y las instancias partidarias y sindicales que los sostienen; las que son impulsadas por las oposiciones de derecha; las que surgen desde disidencias y oposiciones sociales de izquierda.

Como ya señalé, las primeras dos tendieron a disminuir en los años conforme se dieron acuerdos de gobernabilidad (salvo las coyunturas electorales y la rutinaria gimnasia de movilización que le corresponde). La existencia del último tipo, en forma creciente en los últimos años, podría parecer como una confutación de la hipótesis de la pasividad. Al mismo tiempo, al margen de su valoración cualitativa hay que reconocer que no se trata, salvo excepciones y coyunturas (en particular en Bolivia), de fenómenos cuantitativamente masivos y prolongados, o sea ni intensiva ni extensivamente logran invertir la tendencia general que, más bien, confirma la hipótesis de re-subalternización, es decir de reconfiguración de la subalternidad como matriz subjetiva de la dominación, como condición para la revolución pasiva. Al mismo tiempo, en este terreno se juega la posibilidad de relanzar un ciclo de conflicto, de iniciativas desde abajo así que, por escasas o mínimas que sean, las luchas populares a contrapelo de los gobiernos progresistas tienen un enorme valor simbólico, político y estratégico en la medida en que son experiencias que se acumulan y pueden potenciarse dando vida a una nueva etapa marcada por el protagonismo popular.

Además, como bien señala Álvaro Bianchi, no hay que asumir que la pasividad y el consenso generados por una revolución pasiva son absolutos o totales:

La ausencia de iniciativa popular y de un consenso activo no indica total pasividad de las masas populares y tampoco ausencia total de consenso. Lo que de hecho hay es un subversivismo ‘esporádico, elementar e inorgánico’ que, por su primitivismo, no elimina la capacidad de intervención de las clases dominantes, más bien fija sus límites e impone la necesaria absorción de una parte de las demandas desde abajo, justamente aquellas que no son contradictorias con el orden económico y político. Se crea así el consenso pasivo e indirecto de las clases subalternas.

Por otra parte, en este pasaje en el cual afloran contra-tendencias significativas en los países latinoamericanos se hace evidente que la hipótesis de caracterización por medio del concepto de revolución pasiva implica desdoblarlo distinguiendo proyecto y proceso. En este sentido, cabe preguntarse en qué medida el Proyecto se está realizando y, asumiendo que no lo está siendo plena sino parcialmente, si es suficiente para determinar el proceso. A nivel provisional asumimos que así es y, por lo tanto, con los matices necesarios, es posible reconocer y analizar algunos rasgos que, por inacabados que sean, permiten trazar el contorno y perfil de la revolución pasiva como modalidad y forma operante en las experiencias de los gobiernos progresistas latinoamericanos.

En realidad, el punto más delicado y problemático de la aplicación de estos conceptos es el carácter de clase que atribuye Gramsci en forma tajante e inequívoca a los fenómenos de revolución pasiva. En el caso de las experiencias latinoamericanas que estamos tratando de caracterizar, más que en lo ejemplos que utiliza Gramsci, no es posible afirmar tajantemente que los gobiernos progresistas sean expresiones directas de las clases dominantes y de la burguesía así como no podríamos afirmar lo contrario, es decir que surjan estrictamente de las clases subalternas y de los trabajadores. Sin embargo, entre las mediaciones y las contradicciones interclasistas que, con distintos matices y énfasis, aparecen en todos estos casos, se perciben claramente unos alcances progresistas pero también unos límites conservadores al horizonte de transformación y el color ideológico del proyecto y, en últimos, se vislumbra un evidente rasgo de clase -en última instancia– al cual evidentemente se refería Gramsci. Dicho de otra manera, sin llegar a decir que se trate de gobiernos ejercidos directa o completamente por las clases dominantes, son gobiernos cuya actuación no se contrapone de manera frontal y de forma sistemática a los intereses de ellas –algunos diría que son cómplices de ellas– sino que buscan forjar una hegemonía inter o transclasista que rompa la unidad de éstas para promover el desgajamiento de un sector progresista o nacionalista del campo oligárquico hacia un proyecto reformista conservador que se realice como revolución pasiva.

Por otra parte, no se puede no hacer el recuento de las limitaciones que, desde los movimientos populares permitieron la realización de experiencias de revolución pasiva es decir, para evitar usar otras palabras, las que enlistaba Gramsci: falta de iniciativa popular unitaria y subversivismo esporádico, elemental e inorgánico. Elementos a partir de los cuales se configura la posibilidad de la revolución pasiva y, al mismo tiempo, condiciones actuales para su continuidad y prolongación en el tiempo como puede observarse en los fragmentarios y ocasionales fenómenos de resistencia y oposición desde abajo que aparecen en los países gobernados por fuerzas progresistas.

En efecto, no hay que perder de vista la naturaleza contradictoria e inacabada de los procesos de pasivización de los movimientos populares. Existe una tensión que los atraviesa y, como se hizo evidente en la larga tradición de experiencias populistas, existen convocatorias a la movilización controlada que a veces puede ser rebasadas e incluso desbordarse y, señala Franklyn Ramírez, posiblemente se le trata de “docilizar” justamente por esta tendencia al desborde.

Este mismo autor considera que hay que reconocer que, en la fase de institucionalización, aparecen instancias de democracia directa establecidas las tres nuevas constituciones (Venezuela, Ecuador y Bolivia). Se pregunta entonces si no habría que matizar las acusaciones al autoritarismo a los gobiernos progresistas asumiendo que también existe, en particular en estos países, una “apuesta por socavar el peso de las instituciones liberales de la democracia representativa para abrir un mayor dinamismo de la acción colectiva de los de abajo en los procesos de control y toma de decisiones públicas”. Creo que esta apuesta existió en el origen de los gobiernos, en las agendas de los movimientos, pero fue diluyéndose en las prácticas de gobierno aunque siga reproduciéndose discursivamente o siga siendo una bandera de algunos sectores o grupos al interior de las coaliciones gobernantes, grupos no suficientemente fuertes o influyentes para determinar el rumbo general.

Más allá de las buenas intenciones de unos cuantos, es cierto que, por lo menos en el caso de Venezuela, el diseño y la práctica de democracia participativa ha sido colocado en un lugar prioritario tanto a nivel simbólico como en el plano del financiamiento público. Pero, esta constatación no impide reconocer que el mecanismo ha sido viciado por lógica clientelares y por la verticalidad emanada del PSUV, lo que nos lleva a preguntarnos si el rumbo del proceso venezolano se define desde abajo, desde la “democracia protagónica”.

Ahora bien, hay que considerar que el reflujo de los procesos espontáneos de participación ligados a coyunturas no se resuelve mecánicamente agregando y sobreponiendo mecanismos de ingeniería institucional de corte participativo.

Al mismo tiempo, toda forma de institucionalización acarrea necesariamente un grado de pasividad y de pasivización, lo cual no quiere decir que es irrelevante la existencia de andamiajes institucionales que contemplan e incluyen instancias participativas, siempre y cuando no se vacíen de contenido, no se vuelvan simples eslabones burocráticos y se conviertan en mecanismos de control social.

Por otro lado, evitando el maniqueísmo propio de la dicotomía institucionalización-autonomía, aparecen las tendencias de fondo a la desconfianza política, a la crisis de las instituciones políticas occidentales, que llevan a plantear la tesis de la pasividad como una tendencia societal. Por último, hay que señalar que la contradicción entre el momento movimientista y gubernamental encuentra sus raíces en la misma sobreposición de estos momentos a lo largo del proceso. Dicho de otra manera, como lo mencionamos anteriormente, fueron los propios movimientos populares los que buscaron y en medidas distintas encontraron los caminos hacia las instituciones bajo una perspectiva de construcción de poder que resultó tendencialmente exitosa.

En cuanto al transformismo y al cesarismo progresivo, se trata de conceptos que aluden a fenómenos que aparecen tan visibles que resultan obvias las referencias a ellos. Es evidente que la instalación de gobiernos progresistas produjo fenómenos de cooptación desde el aparato estatal que drenaron sectores y grupos importantes e inclusive masivos de dirigentes y militantes de los movimientos y las organizaciones populares. Este acontecimiento es central para explicar la pasivización, subalternización, control social o movilización controlada o heterónoma. De la misma manera, es particularmente notorio como la forma política asumida por estos hechos remite a un formato caudillista y, en los términos que estamos proponiendo, un cesarismo progresivo que cumple una función fundamental en tanto no sólo equilibra y estabiliza el conflicto sino que además afirma y sanciona la verticalidad, la delegación y la pasividad como características centrales y decisivas.

El elemento recurrente, sobresaliente y determinante es entonces la pasividad o, en términos de proceso y de iniciativa heterónoma, la pasivización o subalternización que en palabras más corrientes y en la lógica de la década latinoamericana es más adecuado llamar desmovilización en tanto responde o sucede a un fenómeno de movilización.

Regresando al lenguaje estrictamente gramsciano, Fabio Frosini escribe:

Existe por lo tanto una relación entre hegemonía realizada, sujetos establecidos por ella, y el modo en el que la organización de las relaciones sociales expresa o critica un poder, una determinada subordinación de clase. Más preciso: si es verdad que la diferencia entre la composición “pasiva” de los conflictos y su despliegue “en permanencia” marca la diferencia entre hegemonía burguesa y proletaria, esto tendrá consecuencias ya sea sobre el modo en que la hegemonía establece a los sujetos, ya sea, por consecuencia, sobre la naturaleza de estos últimos. No en el sentido de un retorno a la “vieja concesión de la efectividad histórica de las fuerzas sociales” (Laclau 1996: 43), porque los sujetos, lejos de ser algo original o también un efecto ideológico unitario, son más bien la intersección contingente entre el conjunto de los conflictos y la forma en que son políticamente organizados y entonces “representados”, es decir transferidos hacia el plano imaginario.

Centrando entonces la cuestión en el ámbito de los procesos de subjetivación política, hay que reconocer un reflujo hacia la subalternidad, una pérdida de capacidad antagonista y de márgenes de autonomía de los actores y movimientos sociales que fueron protagonistas de las luchas sociales en América latina a la hora de la activación del ciclo anti-neoliberal. Como contraparte, se hacen evidentes tendencias a la institucionalización, delegación, desmovilización y despolitización (cuando no al autoritarismo, burocratización, clientelismo, cooptación y represión selectiva) que caracterizan los escenarios políticos dominados por la presencia de gobiernos progresistas. Afloran las “perversiones” de proyectos de transformación que, al margen de las declaraciones de intención, están despreciando, negando o limitando la emergencia y el florecimiento de la subjetividad política de las clases subalternas, centrándose en iniciativas y dinámicas desde arriba que lejos de promover procesos democráticos emancipatorios, reproducen la subalternidad como condición de existencia de la dominación. Al margen de la valoración de los saldos y los alcances socio-económicos de las políticas públicas impulsadas por los gobiernos progresistas, aparecen las miserias de formas históricas de estatalismo y de partidismo que lejos de operar como dispositivos de democratización real y de socialización de la política se convierten en obstáculos y en instrumentos de revolución pasiva. Al aprovechar, controlar, limitar y, en el fondo, obstaculizar cualquier despliegue de participación, de conquista de espacios de ejercicio de autodeterminación, de conformación de poder popular o de contrapoderes desde abajo –u otras denominaciones que se prefieran– se estaría no sólo negando un elemento substancial de cualquier hipótesis emancipatoria sino además debilitando la posible continuidad de iniciativas de reformas –ni hablar de una radicalización en clave revolucionaria– en la medida en que se desperfilaría o sencillamente desaparecería de la escena un recurso político fundamental para la historia de las clases subalternas: la iniciativa desde abajo, la capacidad de organización, de movilización y de lucha.

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